Antítesis 2. Ella era la niebla

Cuando encontré a Mist por primera vez eramos tan sólo unas niñas. Recuerdo que llovía a mares y el viento no hacía más que calarte de frío y entonces, cuando caminaba por una calle estrecha y solitaria, mi vida cambió para siempre.
Emergió de entre la espesa niebla y me miró fijamente. Jamás podré olvidar esos ojos, llenos de miedo y dolor. Ver tanta tristeza en algo tan pequeño me rompió por dentro... Y entonces yo misma me vi reflejada en esos ojos, me vi acompañada por el mismo dolor y lo único que pude hacer fue abrazarla con fuerza. 
Sentí que su pequeño cuerpo podía romperse entre mis brazos, que las lágrimas empezaban a empañar mis ojos y que el dolor que ambas sentíamos se hacía más fuerte, pero a pesar de todo eso no la solté.
Cuando pasado un tiempo me atreví a dejarla, reparé en un pequeño detalle: tanto ella como yo después de aquello no podríamos separarnos nunca, íbamos a estar unidas para siempre, como si un lazo invisible hubiera atado nuestros destinos. Porque la pequeña Mist de ojos grandes y expresión asustada, esa niña destrozada por el dolor, no era otra que yo misma. Aquella que, para ocultar al mundo que estaba rota por dentro, decidió esconderse tras una máscara de sonrisas y buen humor. 
Aquella que desde ese momento sería como la niebla.

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